El hilo fantasma, de Paul Thomas Anderson

      Phantom Thread: algunos apuntes sobre moda, gastronomía y manipulación emocional

            Por: Rodrigo Moral 

        El octavo largometraje del prestigioso realizador estadounidense Paul Thomas Anderson, Phantom Thread, es tanto una obra sobre la moda como lo es sobre la gastronomía. Del mismo modo en que The Master no era exactamente una reflexión sobre la cienciología, que There will be blood no era un relato sobre el petróleo, o que Boogie Nights no era una breve historia del cine pornográfico. En cualquier caso, y revisando la filmografía del director, no cabe duda de que el núcleo dramático está puesto en la singular manera en que los personajes se relacionan entre sí, y más puntualmente en las distintas formas a través de las cuales estos individuos se sirven de sus herramientas, de su arte o de sus conocimientos para manipular a los otros a su antojo y así alcanzar una finalidad específica, que a primera vista sugiere estar vinculada con el amor, aunque se trata de una afirmación harto discutible. No son demasiados los personajes de peso en esta película; tan solo son cuatro: el modisto, Reynolds Woodcock; Cyril, su hermana; Alma, una joven a la que aquel acaba de conocer; y su difunta madre, cuyas esporádicas manifestaciones resultan sumamente reveladoras, aun cuando sean mediante anécdotas, fotografías o alucinaciones. Ambos hermanos conducen la Casa Woodcock, de enorme prestigio dentro de la sociedad británica, y que demanda, desde luego, una dedicación que no da lugar a distracciones. De ahí que la vida personal de los hermanos, solteros y de avanzada edad, quede eclipsada frente a la agitada vida profesional, tal como lo demuestra la primera cita entre Reynolds y Alma, que sin previo aviso pasa de ser una tierna velada a una jornada laboral.

        La joven se confunde con el resto de las modelos y, si bien goza de una posición privilegiada dentro de ese microcosmos convulsionado, constantemente queda relegada en la esfera íntima del hombre, cuya actitud quisquillosa, mal humor y modo de imponerse, ya sea como mecanismo de defensa o como parte esencial de su ser, siempre la ridiculizan o la muestran incapaz de estar a la altura, de marcar una diferencia, volviéndose así una más de la interminable serie de musas inspiradoras. Ella es perfectamente consciente de lo que pretende: está enamorada y está dispuesta a todo para conquistar al hombre (ya no al modisto). Su mayor dificultad es que, tal como exhibe su acento, es extranjera; no solamente en el país, sino también en aquella casa, y debe ingeniárselas para pertenecer allí. Pero en la vereda de enfrente está Cyril, la hermana, de mirada extraviada y rostro impasible, cuya omnipresencia en la vida de Reynolds da a entender que es ella quien maneja los piolines de su existencia. La orfandad y la falta siempre exigen amores sustitutos, y no es difícil pensar que la hermana haya sido la persona más cercana a la que aferrarse tras la muerte de su madre. Sus inquietantes apariciones en cenas románticas y encuentros íntimos dejan entrever los hilos que la atan a su hermano, al punto que su ausencia lo desestabiliza por completo.

        Dicho esquema de relaciones humanas desviadas y sometimiento deliberado no dista mucho de la ya mencionada obra del cineasta, The Master, que es contemporánea (transcurre en la década de 1950), aunque no coterránea. En aquella cinta, la vida de Freddie, un veterano de guerra errante y enfermo cambia por completo luego de conocer a Lancaster, un guía espiritual e intelectual que lo convoca, y con quien forja un nexo inquebrantable. Ahora bien, cualquiera intuiría que estas relaciones (entre un guía y un hombre confundido) son unidireccionales; sin embargo, todos tienen sus puntos más débiles, y está en la astucia de los hombres encontrarlos. El pacto que establecen ambos consiste en una suerte de amaestramiento espiritual, a cambio de unos misteriosos tragos que se encarga de preparar el propio Freddie. Es parte de sus conocimientos y talentos, es decir, de su arte o técnica, y que ha puesto en práctica cuando mató a un hombre antes de llegar al barco. El contenido de estas bebidas es desconocido, pero se subraya su carácter adictivo y, tal vez por su graduación alcohólica, permite que quien los prepare también los utilice como un mecanismo para ejercer un tipo de poder. De manera que, al menos entre ellos dos, puede hablarse de un sometimiento recíproco y consensuado; ambos, por supuesto, bajo la estela de Peggy, la esposa de Lancaster, el personaje que más desafía la credibilidad del espectador y que, asimismo, despliega un efecto hipnótico sobre su propio marido. Tal es así, que su presencia enigmática, de a ratos monstruosa, parece obedecer más que ningún otro personaje al título de la obra. Ella es quien permanentemente se impone. Ella es el maestro.

        Esta comparación, que puede parecer forzada, adquiere mucho más sentido si uno estudia a fondo Phantom Thread a partir de la conducta de Alma y del modo en que logra hacerse visible en la intimidad de Reynolds. Durante la primera mitad de la película, es él quien da las órdenes, y que usa su técnica como diseñador para atraer a las féminas (sus clientes, sus empleados y sus amores son mujeres). No obstante, Alma recurre a lo que mejor conoce para intentar invertir los roles y así tener control sobre él. No hay que olvidar que ella se desempeñaba como camarera en un hotel y tenía una particular afición por lo gastronómico. De hecho, el primer encuentro que tienen se da en el marco de un desayuno, en una zona más retirada y campestre. Hay diversas referencias a lo alimenticio desde esta secuencia en adelante: la cena que ella desea prepararle como obsequio, la nota que le deja en la primera escena que comparten (“For the hungry boy: my name is Alma”), una cena en un restaurante, en que ella aparece con un vestido especialmente confeccionado para la ocasión y ante lo que él responde con un: “Very beautiful. You're making me extremely hungry”; en fin, una sucesión de pequeños indicios que van preparando el clima para que ella haga uso de su arte culinario y, a través de unos hongos venenosos, someta (o infantilice) a Reynolds, desempeñando, de alguna forma, el rol de madre que él necesita. Esta vulnerabilidad en el cuerpo, que debilita además el espíritu y lo llena de miedo, es el que le da a Alma una ventaja sobre él, y que intenta mantener aun contra las indicaciones de un doctor y las persistentes apariciones de su hermana Cyril. El dominio de la gastronomía le permite imponerse por vez primera cuando vierte las toxinas en la taza de té. Luego de unos días de recuperación, él besa sus pies y le propone matrimonio. La institucionalización del vínculo amoroso es un primer canto de victoria, no solo sobre el hermetismo de él, sino también sobre su cuñada.

        En la citada The Master, Lancaster hacía una comparación entre el matrimonio y la domesticación de un dragón, al que se ata con un lazo, se lo saca a pasear, se lo sienta, y hasta puede enseñársele a rodar y a hacerse el muerto. Que el comentario del personaje en el contexto de una boda sea cómico no lo hace para nada inocente. Por el contrario. Y si se piensa la función del lazo y de los hilos en uno y otro largometraje, es evidente que la imagen es semejante: la dependencia. Alma entiende y anhela hacerse con los hilos y las agujas para forjar un vínculo entrañable y duradero con Reynolds. Esto la lleva a redoblar la apuesta en la icónica (porque es, desde ya, una de las grandes escenas de la filmografía de Anderson) cena final, en que ella prepara un omelette con hongos venenosos que apuntan, una vez más, a doblegar el espíritu de Reynolds. Él parece aceptar su destino, firmando ese pacto secreto mediante el que ofrece su estómago y su espíritu a cambio del cuerpo de Alma (“every piece of me”). El nacimiento de un niño es el segundo canto de victoria, que desplaza de modo definitivo a la hermana y la corona a Alma como madre y esposa. Así, todas las supersticiones sobre la soltería quedan anuladas, y Alma consigue liberar a Reynolds, con su propio consentimiento (pese al juego de tiempos, miradas y silencios de la escena, está clara la disposición de él a dejarse llevar, y su frase "kiss me, my girl, before i'm sick" no deja margen de duda), rompiendo así los hilos más íntimos de una relación edípica tortuosa (cualquiera que se detenga a comparar la iluminación del cuarto de Reynolds en la escena de la alucinación con aquella en la que Alma le lleva un té a la cama tras el fracaso del desfile, o con el plano final, notará una gran similitud que difícilmente sea casual). Pero la ruptura de estos hilos trae aparejada una nueva unión sentimental que lo reduce y lo hace dependiente de ella.

        En definitiva, no interesan tanto las posibles reminiscencias del mito de Edipo (por la ausencia/muerte del padre en el recuerdo y el estrecho lazo sentimental con la madre) como la reflexión sobre la vulnerabilidad y la infancia. El tópico de la indefensión del niño reaparece en el tramo final, aunque ya venía anticipándose (con los berrinches en la escena de los espárragos y la pueril querella entre los amantes), adquiriendo la forma de una nueva maternidad. Reynolds goza al ocupar este nuevo lugar y se abraza a la presencia resignificada de Alma en su vida. La escena en el cuarto de baño rompe con el tono, tal vez porque nadie podría imaginar que una película tan sofisticada acabe en un sitio tan mundano y tan corriente; pero una vez más, en un desarrollo que concede a lo alimenticio tanto peso, no debería desconcertar que la obra siga el curso natural de la digestión, desde la abundancia del primer plato hacia la excreción y depuración del organismo. Paul Thomas Anderson es experto en descolocar al espectador, y lo desafía permanentemente. Este escatológico epílogo es una de las tantas muestras de uno de sus rasgos más característicos: ese desconcertante golpe final (como la legendaria lluvia de ranas de Magnolia o la imagen de Dirk Diggler exhibiendo su miembro frente a un espejo en Boogie Nights) es un recordatorio de que no hay que tomarse demasiado a la ligera su trabajo, pero tampoco hay que tomárselo tan en serio. El resto está en la audiencia: en descubrir que ni la moda ni la comida son tan importantes como los hilos invisibles que nos atan a los otros, a los mechones de cabello, a las fotografías, a los muertos, a los recuerdos imborrables, a los exquisitos platos, a las maldiciones, a los grandes amores...



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