La deconstrucción del género de aventuras en el nuevo cine rumano
Por Rodrigo Moral
Uno de los episodios más traumáticos de la Guerra Fría tuvo lugar en territorio rumano. La república socialista rumana apenas pudo resistir tras la caída del muro de Berlín hacia el final del año 1989. El cierre del capítulo no podría haber sido más intenso: la ejecución del dictador Nicolae Ceausescu y de su esposa se convirtió en una de las postales más recordadas de la derrota del comunismo antes de la disolución de la URSS y la reformulación del mapa político en Europa del Este durante la década del noventa. Los países de la región, sumidos en una profunda crisis que afectó no solo la economía y la política interna sino también el espíritu de pueblo, debieron acomodarse a las exigencias de una transición ideológica abrupta. Rumania, por su parte, fue sobreponiéndose poco a poco, dejando atrás una etapa oscura de su historia, pero siempre recurriendo a ella para hallar respuestas a las preguntas de una sociedad inquieta e incómoda.
La Nueva Ola de cine rumano reclama, como movimiento estético, reforzar el diálogo con el pasado. Esta propuesta cinematográfica constituye uno de los grandes acontecimientos del séptimo arte y una de las experiencias más impresionantes del corriente siglo. La convergencia de una multiplicidad de voces nuevas y relativamente jóvenes que desde el cine refieren ese pasado, o refieren un presente que solo adquiere plena significación a la luz de ese pasado, ha dado origen a un fenómeno cultural cuya expansión mundial parece no tener freno. El rasgo más curioso es cómo estos realizadores jóvenes abordan un pasado que, por ejemplo, en el caso del fin de la dictadura rumana, coincide con sus años de adolescencia. A pesar de eso, con gran madurez y rigor, en ningún momento abandonan la mirada crítica sobre los efectos que han tenido algunos sucesos de la historia reciente sobre las sociedades actuales.
Los festivales de cine europeos han recibido cálidamente a estos realizadores: Cristian Mungiu ha sido galardonado con la Palma de Oro en Cannes (2007), mientras que el Festival de Berlín ha galardonado tres producciones rumanas con el premio mayor en los últimos diez años: Calin Peter Netzer (La mirada del hijo, 2013), Adina Pintilie (Touch me not, 2018) y Radu Jude (Sexo desafortunado o porno loco, 2021). Estos son apenas algunos nombres de cineastas laureados, a los que justamente deberíamos añadir otros: Cristi Puiu, Catalin Mitulescu, Radu Muntean y Corneliu Porumboiu. Este último, que ha ganado reconocimiento por su ópera prima, Bucarest 12:08 (2006), ha dirigido desde entonces varios largometrajes, dentro de los cuales se encuentra El tesoro. Entre la aventura y la comedia naïve, al menos en su superficie, esta película relata la búsqueda de un tesoro que emprenden dos vecinos que atraviesan dificultades económicas. Lo que parece ser una delirante empresa privada acaba tornándose de interés público, ya que las leyes establecen que todo aquello que se encuentre enterrado debe ser reportado inmediatamente a la policía, pudiendo ser considerado patrimonio nacional, por lo que, a sus propietarios, solo les correspondería el 30 % del valor total de lo que encuentren.
A veces, una premisa que parece absurda puede conducir a punzantes reflexiones sobre el estado de las cosas. Y cuando esto ocurre, el cine se hace más grande. Ese giro hacia el terreno de la ley, totalmente atravesado por la memoria (es decir, por la voluntad de exhumar, de recordar y de archivar aquello del pasado que no debe quedar enterrado ni en los jardines ni en el inconsciente colectivo), va más allá de la ridiculización de una burocracia onmipresente, incluso más allá del fetichismo de la conservación de objetos de valor: adjudica a la herencia cultural una importancia histórica para la redefinición de ese espíritu de pueblo. En definitiva, El tesoro no habla tanto de la búsqueda ni del hallazgo, sino del redescubrimiento de una nación olvidada, de un imaginario perdido. Hay una constante evocación de las viejas revoluciones, de las generaciones ancestrales y de un legado que se legitima en esa genealogía compartida: legado cuyo rédito económico será puesto en discusión.
Este diálogo entre el pasado y el presente del pueblo es inspirado por la astucia de un realizador que no se conforma con las convenciones del género de aventuras (la ansiedad incontenible de quienes se lanzan a ella, los extravagantes instrumentos de búsqueda, incluso la personalidad del hombre dedicado a la detección de metales, un sujeto que exhibe un profesionalismo extremo y una firme convicción en su esperpéntico modus operandi), y que avanza hacia algo mucho más profundo, una tragicomedia sobre el pasado, el presente y el futuro de un país en ruinas. Pero también ofrece una retórica jactanciosa respecto de esa literatura convencional (o mejor dicho, convencionalizada) sobre búsquedas de tesoros, de una construcción mítica de cierto imaginario cultural que el testimonio y el arte han ayudado a formar. Sin ahondar en detalles reveladores de la trama, el ingenio del epílogo muestra que lo que se impone, en última instancia, es el relato arquetípico. Todo lo que queda en las orillas de lo convencional resulta ser poca cosa: solo el hallazgo del oro garantiza el éxito de la empresa.
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